Por Lidia Hunter
Mientras caminaba tranquilamente en una de las calles de Downtown, trataba de entender por qué existe un cementerio en pleno sector financiero de la ciudad de New York, donde los edificios son tan elevados que parecen tocar el cielo. Era un día lleno de sol y los tulipanes comenzaban a marchitarse porque se iba la primavera y el verano anunciaba su llegada.
Lancé una mirada hacia arriba tratando de seguir el vuelo de un pájaro, pero mi viaje no fue muy lejos porque me encontré con grandes rascacielos que juntos parecen formar enormes cañones que visualmente empequeñecen las calles.
Me seguía intrigando la presencia de este camposanto en medio de la ciudad, pero mis pensamientos eran interrumpidos constantemente por turistas que con sus cámaras fotográficas trataban de llevarse un recuerdo de esta ciudad, donde convergen ciudadanos de más de cien países, cada uno con su propio idioma, su música, su comida...
Me senté en la misma banca en la que hace dos años estuve sentada en un día de invierno cuando todo estaba cubierto de nieve. Aquel día había poca gente en las calles, todo se miraba gris y el ambiente era apacible, como siempre había creído que debía ser el entorno de un cementerio. Aquella tarde un frío mortal recorrió mi espalda, el cual me empujó a huir de allí pero no pude entender por qué.
Pero ahora, con la llegada del verano hay más luz, más calor, más vida y se siente que el amor flota en el aire. Ay, si los muertos hablaran, pensé. Estoy segura que no saldría de aquí hasta escuchar la última historia de amor.
Empecé a caminar nuevamente pero me detuve para contemplar una vieja y erosionada lápida, cuando de pronto sentí una especie de ensueño que me transportó a un mundo donde las imágenes, los sonidos y los sentimientos se confundían y empecé a escuchar voces, esas voces....
Unos hablaban de política, otros de negocios, pero los más jóvenes reían con timidez y me preguntaban por qué alguien querría conocer la historia de amor de una persona que murió hace cien o doscientos años.
--Mira qué queda de mí, me dijo. Sólo una vieja lápida gris que ha sido fotografiada miles de veces por turistas llegados de países lejanos. ¿A quién le importo ahora?.
Seguí escuchando esas voces hasta que de pronto llamó mi atención una voz intensa, madura, plena; era la voz de un hombre amante de la música y de la poesía. Sentía mucho orgullo porque había muerto por la mejor razón del mundo: Por honor.
Y descubrí un increíble secreto. Era ese hombre que en vida había librado mil batallas por convertir éste en un poderoso país con leyes que aún hoy tienen vigencia; era ese mismo hombre que no había vacilado ni un segundo en aceptar un duelo a muerte sabiendo que moriría y nunca más volvería a ver a su amada esposa y a sus adorados hijos.
Hace más de doscientos años está aquí y ha sido testigo mudo de la pérdida de terreno del cementerio y de la iglesia cercana debido al crecimiento de la ciudad; vio el nacimiento de la Bolsa de Valores, ha sentido fríos inviernos, ha sido testigo de recesiones, incendios, guerras y de calurosos veranos, pero eso poco importa ahora.
Se ha enamorado otra vez. Se ha enamorado de una joven de mirada melancólica que llega a su oficina, trabaja mucho y, de vez en cuando, levanta su blanco rostro y lanza una lánguida mirada hacia el cementerio.
Ayer mismo mientras escribía en su computadora, ella cantaba una dulce canción de amor que recordaba a un joven que se había reclinado sobre un viejo árbol para olvidar a su amada, pero se durmió profundamente y cuando despertó olvidó que quería olvidar a su amada.
En mi ensueño pude ver al caballero cuando posó su tierna mirada en un centro internacional de idiomas y lentamente dijo: Sí, es ella, es Elena, por cuya mirada volvería a morir en un duelo; sin ella, me confesó, no podría vivir otros doscientos años en este mismo lugar.
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